El camino de Tulahuén.

Un rectángulo. La primera vez que lo vi fue en un rectángulo. Movió una persiana y su rostro esquelético apareció, fugitivamente, bajo una de las ventanas de su casa. Era 5 de diciembre del año 2000, en Tulahuén. Nada he olvidado de ese primer encuentro con Sergio Larraín. Tampoco he olvidado nada del segundo. Fue el 22 de mayo del año 2001, en Ovalle. Todo ese tiempo me hizo falta para reabrir la caja azul en la que conservaba sus cartas, sus libros, los recortes de prensa que hacían crónica de sus raras exposiciones, las notas de las entrevistas que tuve con él y con aquellos que en la época me encontré, o incluso las fotos que tomé en su búsqueda.
Mi primer viaje a Chile se remonta a 1998. Entonces yo fotografiaba puertos por todo el mundo. Esa primavera puse el ancla en Valparaíso.
Me quedé quince días en esa ciudad «suspendida en las colinas», según las palabras de Pablo Neruda, que Sergio Larraín inmortalizó en los años 50 y 60. Pero por un extraño azar, fue solo regresando a París, algunas semanas más tarde, que descubrí su obra. La Fnac Montparnasse exponía las fotografías que él había tomado en Londres durante el invierno de 1958-1959. Jamás había visto fotos parecidas: melancólicas, inclinadas, en desequilibrio permanente, oscilantes entre la vigilia y la sospecha, entre la oscuridad y la sombra.